En el marco de la 30ª Marcha del Silencio, Antonio Buday no alzó su propia voz, sino la de una mujer que, después de décadas de silencio, eligió compartir un fragmento de su historia más dolorosa: un episodio ocurrido durante la dictadura, cuando el miedo era norma y hablar, un riesgo.

El relato se desarrolló con la tensión y el temblor de lo que fue vivido con el cuerpo. La mujer, entonces adolescente, iba por la calle Independencia a pagar el recibo de la UTE cuando un coche negro frenó bruscamente a su lado. Desde adentro, una voz masculina gritó: “Soy el capitán Quintana. Tengo información de tu hermano. Subí.”

Parálisis. Terror. Duda. El cuerpo no responde cuando el miedo lo ocupa todo. Ella sabía que no podía creerle. Sabía que algo estaba mal. Entonces, una mujer desconocida que presenció la escena intervino: la tomó del brazo y le dijo simplemente “Vamos.” La voz del capitán volvió a gritar, esta vez cargada de violencia: “¡Lo matamos! ¡Lo matamos! ¡Está muerto!”

La chica siguió caminando muda, en shock, agarrada al brazo de esa mujer sin nombre que la salvó. Sin hablar, avanzaron juntas hasta llegar a su cuadra. Ahí, como si al tocar su calle se permitiera sentir, soltó el brazo, agradeció con la voz quebrada y corrió a la casa de una vecina cercana. Allí lloró, encontró consuelo y una frase que la sostuvo entonces y ahora: “No le creas. No le creas nada.”

No contó nada a su madre. La encontró cocinando, entera por fuera, rota por dentro por la ausencia del hijo. “No le pude mirar a los ojos. Porque veía mi dolor.” Se encerró en su cuarto y lloró. Días después supieron que su hermano estaba detenido en el cuartel. Ese intento de secuestro quedó guardado, silenciado, archivado en el cuerpo durante años. Hasta hoy.

Buday, conmovido, agradeció en su nombre a esa mujer anónima que la acompañó, y también a todas las personas que, durante aquellos años oscuros, protegieron y contuvieron a niños, niñas y adolescentes atrapados en el engranaje del terrorismo de Estado.

Esa historia no figura en los archivos, ni en los informes oficiales. Pero hoy, en la Marcha del Silencio, se hizo pública. Se hizo memoria viva. Porque el terrorismo de Estado también fue eso: el intento de borrar, de intimidar, de silenciar. Y porque la resistencia también fue eso: un gesto mínimo, un brazo extendido, una caminata en silencio, el refugio de una vecina, la ternura como trinchera.

En Florida, este año, el silencio volvió a romperse. Porque alguien —al fin— se animó a contar. Y porque, como dijo Buday, hay agradecimientos que no prescriben y hay memorias que solo necesitan ser escuchadas para comenzar a sanar.